Para conseguir los objetivos de distinción y personalidad de un vino, la enología ha necesitado avanzar en el terreno científico hasta conseguir un control casi total en los procesos de fermentación y crianza, es decir aquellos que introducen cambios moleculares de gran relevancia. Pero las características singulares, los condicionantes que permitirán que un vino se convierta en un producto notable o que, en cambio, lo situarán en el terreno de la mediocridad, no dependen tan sólo del proceso. De manera prioritaria, hay que tomar en consideración el mosto, que debe incorporar la personalidad de las variedades de uva de las cuales procede. Por tanto, conseguir una materia prima con el máximo potencial de calidad varietal y realizar una cuidadosa gestión de todos los procesos que comporten transferencias moleculares han sido los dos principales objetivos, y complementarios, que la enología actual debe alcanzar.

Al enólogo no le ha temblado el pulso en el momento de adentrarse en el mundo de la biología molecular y genética para descubrir los secretos de la fermentación (de las fermentaciones) hasta extraer el máximo provecho de los microorganismos involucrados en la vinificación. El uso normalizado de levaduras certificadas, seleccionadas y clasificadas por cepas es una demostración de ello. Incluso un proceso que, tradicionalmente, ha escapado de su control, como es la fermentación maloláctica, se ha convertido en una herramienta fiable en manos de un experto y suficientemente formado elaborador.

En este imparable progreso hacia el «sistema de resolución de problemas» en el que se ha convertido la enología aplicada, la atención se centra ahora en los procesos de transferencia molecular. Así, se trata de procesos interfase, en los que las partes sólidas de la uva están en contacto con el mosto y en los que se producen las primeras y decisivas transferencias moleculares que construyen, a partir de los perfiles varietales, las cualidades sensoriales del futuro vino. Se trata de un paso abrupto, en el que las reacciones de oxidación y la presencia de microorganismos lo convierten en un punto crítico –y, por tanto, inestable– de la transformación. Por esta razón, operaciones como el remontaje o la agitación están siendo desplazadas por procesos menos agresivos y más controlables, como el delestage y la maceración prefermentativa en frío.

Del mismo modo que el control de la fermentación ha requerido profundizar en las bases bioquímicas de la vinificación, las nuevas técnicas de control de transferencia molecular requerirán el estudio de la biofísica de los procesos que conforman la vinificación. Una biofísica que no se detendrá en los fenómenos de transporte y transferencia de materia, sino que deberá hacer incursiones en la bioenergética, en los fenómenos de transferencia de membrana e, incluso, en la termodinámica de los procesos irreversibles. Si en la viña mantenemos nuestra atención en las moléculas, el objetivo prioritario de la viticultura es entonces conseguir que las uvas adquieran el mejor perfil molecular posible durante la maduración. La pregunta que surge a continuación es si seremos capaces de conseguir que este perfil óptimo en la planta se convierta en un perfil óptimo en el mosto no sólo transfiriendo la mayor cantidad de moléculas, sino gestionando genuinamente este traspaso molecular de manera selectiva. La cuestión reside en hasta qué punto el enólogo puede decidir qué moléculas, en qué cantidad y en qué condiciones pasarán de la uva al mosto, y si podrá identificar las consecuencias de tales tránsitos en la realidad organoléptica final del futuro vino. La respuesta a estas preguntas se halla en las membranas celulares (de la uva y del Saccharomyces, entre otras) y sus capacidades selectivas de difusión. Pero no es una respuesta simple, ya que se trata de fenómenos ligados a la transferencia de energía y a complejas fuerzas probabilísticas. No son temas nuevos ni emergentes para la biofísica, que los estudia con interés desde hace tiempo. Pero sí resultan, hoy por hoy, inéditos en la bodega.

Como en tantas ocasiones, la enología, que es una disciplina pragmática, sabrá superar las distancias y evolucionar mediante el principio de prueba y error. Por ello es más que probable que, en primer lugar, se avance en la determinación de las condiciones macroscópicas (es decir, las técnicas) más óptimas de los procesos para, en segundo lugar, conocer sus principios científicos y poder obtener la regulación precisa de los resultados.

En este viaje, la enología se puede beneficiar de la corriente generalizada en la industria agroalimentaria según la cual se prima el estudio de procesos de manipulación para que sean lo más respetuosos con la materia prima (en especial, cuando ésta es de calidad y tiene propiedades sensoriales destacables). En este sentido, no debemos perder de vista que las nuevas ciencias culinarias se basan precisamente en la alteración de las propiedades físicas de la materia, en lugar de las químicas o bioquímicas.

No es ajeno a este fenómeno el hecho que los pioneros que sentaron las bases de la gastronomía molecular sean los científicos del Departamento de Física de Bajas Temperaturas de la Universidad de Oxford.

Como tantas veces, será necesario atemperar las inquietudes, en ocasiones imprecisas, del mundo de la cocina, con las realidades y las limitaciones, a menudo punzantes, de la enología.

El enólogo sí requiere saber las moléculas presentes en cada fase de la vinificación, cómo han llegado ahí, y poder ejercer un control sobre su concentración. Es una prioridad que no debe ocultar otra aún más urgente: la de poder analizar la realidad organoléptica de una uva y poder prever, aunque tan sólo aproximadamente, su evolución.

En esta línea, las novedades se centran en la incorporación de nuevas técnicas analíticas en las fases iniciales del proceso de vinificación. El análisis sensorial de la uva es una práctica intuitiva que ha ido alcanzando fiabilidad y objetividad a base de incorporar metodología y sistemas de correlación entre las propiedades sensoriales de las bayas, su evolución en el tiempo y el perfil sensorial del vino resultante. La cata sistemática y objetiva de la viña nos permite, además, realizar una gestión de la maduración y una aproximación óptima al momento de la vendimia.

Las técnicas moleculares también son de aplicación en estas fases iniciales. Dado que lo que se busca son técnicas predictivas, hay que establecer la correlación entre la presencia de ciertas moléculas en la uva y la calidad aromática del vino que producirán. Los gluscósidos ejercen un importante papel en la concentración de aromas varietales, ya que las moléculas aromáticas involucradas: terpenos, norisoprenoides y alcoholes lineales, suelen presentarse en el mosto en forma libre y activa como unidas a gluscósidos, formando complejos aromáticamente inactivos, pero potencialmente hidrolizables. Un seguimiento de la evolución cuantitativa de gluscósidos en la uva ha demostrado un posible indicativo del potencial aromático del vino resultante.

La aplicación de estos nuevos métodos analíticos y predictivos permite establecer un seguimiento sin fisuras en la evolución organoléptica de la materia prima, desde la viña hasta la copa del consumidor. Nos encontramos ante una auténtica «trazabilidad sensorial», que en productos como el vino puede representar la diferencia entre la imprevisión y el control exhaustivo de los resultados deseados.