Todos los enólogos hemos notado que en los últimos años cada vez hay menos problemas de grado. Nos cuesta poco, al menos en Cataluña, elaborar vinos cargados. Cargados de polifenoles, de alcohol (o alcoholes) y de tantas otras sustancias que enriquecen el vino hasta aquel punto que los hace susceptibles de ser considerados por los críticos más influyentes del panorama vinícola mundial. Es el efecto del denominado cambio climático. Nos hace avanzar la fecha de la vendimia y, además, nos obliga a domesticar las uvas y los vinos cuando los cosechamos y los procesamos. Fenoles, taninos, alcoholes, ácidos y en general aquellas moléculas más potentes para la fisiología humana están ultrapresentes y sólo por ese motivo los vinos ya ganan en agresividad.

Seguramente este es el punto de partida de la vox populi que dice que «ahora vienen los vinos blancos». Que se están poniendo de moda los blancos. El gran público no se ha decantado nunca por la compra de los vinos más concentrados. Probablemente por muchos motivos y, entre ellos, seguro que el precio es de los más influyentes. Pero en especial también porque nuestros sentidos se sienten agredidos por todos estos compuestos. Aunque esto nos pueda proporcionar un placer, que podríamos denominar racional, también da placer el café y, sin embargo, lo consideramos amargo y con un sabor que como mínimo calificamos de especial. Desde hace muchos años, las bodegas elaboradoras más importantes del mundo tienen bien estudiado cuál es el efecto del sabor y saben que sólo se pueden vender decenas de millones de botellas de un solo vino si éste no es agresivo al paladar. Esto, claro, da ventaja a los vinos con poca extracción, con un índice de polifenoles relativamente bajo, en el caso de los negros, y a rosados y blancos.

Si el mercado pide tintos suaves, aromáticos, con cuerpo y presencia en boca pero, a la vez, fáciles de beber y poco agresivos al paladar, en realidad está pidiendo sin saberlo un rosado o un blanco. Pero ya sabemos aquello de que fuera de nuestras fronteras, y en especial en los países no productores de vino, cuando el público piensa en vino, siempre piensa en el tinto; y excepto en contadas ocasiones, ningún blanco tiene el prestigio de los negros.

¿Y en nuestro país? Pues Cataluña es, sin duda, tierra de blancos. También de tintos y obviamente de cavas y otros estilos. Pero también de blancos. Y a los enólogos se nos piden ahora unos blancos diferentes de los que se nos pedían hace diez años: si los blancos del Penedés tuvieron un crecimiento espectacular a partir de la irrupción del acero inoxidable y el control de temperaturas, hoy se nos piden blancos con extracto que a parte de tener la finura que se le sobreentiende a un blanco, también presenten cuerpo, volumen y carácter. Si a esto le añadimos la demanda del mercado para variedades autóctonas y el aumento de las temperaturas y la irregularidad de las lluvias durante el ciclo vegetativo, ya tenemos la receta del futuro.

Hace un par de años, me decía un prestigioso vendedor de vinos barcelonés que en Cataluña elaboramos dos de los tres mejores blancos de España. Si el blanco está de moda, Cataluña es tierra de blancos y además hemos demostrado saber hacerlos, ¿podemos esperar que el vino blanco nos ayude a subir el nivel de la cantidad y la calidad del consumo? Quizá sería más fácil esto que no esperar a que el consumidor neófito se introdujera en el mundo del vino a través de los tintos de alta extracción.

Pero una razón determinante para elaborar blancos de sensación fresca, con cuerpo y aromáticos es que si el supuesto cambio climático ya está aquí, ¿no apetecerá tomarse un blanco en cualquier momento del día.