Unai Ugalde (Caracas, 1956), licenciado y doctor en Biología por la Universidad de Exeter, es profesor de Bioquímica en la Facultad de Ciencias Químicas de San Sebastián (UPV/EHU), desde 1984. Ha sido decano de esa facultad y director de Política Científica del Gobierno Vasco. Cuenta con más de cuarenta publicaciones entre las que se incluyen artículos de investigación, capítulos de libros y patentes. Sus áreas de interés científico se centran en la comunicación entre plantas, microorganismos e insectos a través de los compuestos químicos, así como el estudio de los procesos enzimáticos y de fermentación en la industria alimentaria.

 

En diversas ocasiones, usted ha franqueado en ambos sentidos la línea que separa las biociencias y la gastronomía. Sus colaboraciones con renombrados cocineros de este país han contribuido a visualizar las relaciones entre la bioquímica y la buena mesa, como un fenómeno habitual, más allá de polémicas sobre la denominada gastronomía molecular. ¿Cómo surgió esa relación?

Cuando dejé la Administración Vasca en 2002, solicité un año sabático para reintroducirme en el mundo académico. En esa época, mi amigo y periodista Hasier Etxeberria me presentó a Andoni Luis Aduriz. Aquel encuentro acabó por involucrarme en el proyecto «Clorofilia», un libro de relatos y recetas sobre la elegancia y encanto del mundo de las plantas. Desde entonces, mi relación con el mundo de la cocina ha ido cuajando cada vez más, en buena parte gracias a la complicidad con los cocineros.

 

¿Cómo contempla el vino en ese escenario? ¿En qué sentido para usted es la enología «un modo de expresarse en gastronomía»?

Una de las facetas de mi carrera profesional ha sido el haber trabajado en el mundo de las fermentaciones industriales. Esa experiencia me ha enseñado que es prácticamente imposible conseguir que dos fermentaciones sean idénticas. El perfil de procesos metabólicos y productos es demasiado amplio como para conseguir que todos coincidan.

Dicho esto, si contemplamos una fermentación tan complicada como la vínica, en la que la complejidad de cada mosto se combina con distintas poblaciones de microorganismos, y un rango variable de condiciones, las posibilidades son inmensas. Por tanto, el rango de posibles vinos obtenibles es muy extenso, cada uno con un carácter sensorial propio. Está diversidad puede encontrarse incluso dentro de un área geográfica reducida en nuestro entorno mas cercano.

 

Al igual que últimamente se cuestiona si existe una comida científicamente correcta, podríamos plantear el mismo dilema para un vino científicamente correcto… ¿Qué papel puede tener la ciencia en facilitar que el enólogo (como el cocinero) obtenga los resultados que persigue o en sugerirle nuevas posibilidades?

La ciencia es un instrumento que permite entender lo que está pasando, e incluso puede contribuir a saber como conducir un proceso en cierta dirección. Ello nos confiere un cierto poder para conseguir calidades muy reproducibles, o generar nuevas creaciones. Existe un riesgo muy serio con la tecnificación, y es que ciertos criterios «científicos» pueden emplearse para «homogenizar» prácticas: consolidar ciertos cánones de «ortodoxia».

Hace años, me acuerdo cuando colaboraba con la Facultad de Enología de la Universidad de Burdeos, mi amigo Bernard Doneche, que entonces era decano de la facultad, me confesaba que ciertos criterios técnicos que ellos mismos habían contribuido a instaurar, habían homogenizado la producción del vino en Francia, y que ello había resultado en una grave reducción en la variedad. Bernard temía que esa ola podría atravesar los Pirineos y arrasar con la gran variedad de vinos que el apreciaba tanto en España.

Los criterios científicos deben emplearse para asegurar la higiene, la seguridad, y a poder ser, para abrir posibilidades. Para ello, hace falta un poco de ciencia, cierta imaginación, y ningún miedo a experimentar. En resumen: ¡creatividad!

 

El vino, aun siendo un producto ancestral de nuestra cultura, siempre ha sido sensible a las aportaciones de la ciencia y la tecnología. Desde esa perspectiva, ¿es el vino buen escenario para la divulgación de las biociencias?

Cualquier cosa que nos gusta es un excelente vehículo para la enseñanza. A mi hijo le encantan los peces, y el acuario es el marco perfecto para entender la cadena de alimentación, el ciclo del carbono, el ciclo del nitrógeno, la territorialidad, o el cortejo.

Para la mayoría de los adultos, la copa de vino es ese acuario en el que se pueden captar gustos, aromas y texturas. Los sentidos a su vez, despiertan en nosotros imágenes y recuerdos.

Esta maravillosa secuencia se amplía cuando conocemos algunas de sus bases científicas. Yo soy de los que piensa que siempre habrá misterios y magia en nosotros y lo que hacemos, y que la ciencia nos acerca a la complejidad de nuestro mundo, y a apreciar su belleza.

 

El enólogo es, frente al viticultor y al sommelier, por ejemplo, una presencia discreta en la cadena de valor del vino.  ¿Está siendo víctima de su perfil cada vez más científico?¿Cómo conseguir que los profesionales que se adentran en la ciencia no pierdan reconocimiento por parte de la sociedad?

El enólogo tiene el poder de ser un creador. Puede renunciar a esa capacidad, adhiriéndose a un canon. Como todos los creadores, tiene que hacer frente a sus circunstancias y hacer sus pruebas a pequeña escala. Esas pruebas pueden ser fuente de alguna pequeña decepción y grandes alegrías, aunque solo sea en el entorno de los amigos. Solo probando se aprende, y solo aprendiendo se crea. Y el que crea acaba por disfrutar de lo que hace, y del reconocimiento de los demás. En la gastronomía pasa lo mismo, y mire usted la consideración que tienen hoy los cocineros.

Apetito intelectual

Usted es coautor de “Las primeras palabras de la cocina. Pequeño glosario gastronómico”, el último de los Cuadernos de Mugaritz, en el que se analizan algunos de los fenómenos fisicoquímicos que se producen en las actividades culinarias más cotidianas y desvela de un modo accesible los secretos que albergan las moléculas de nuestros alimentos.

Nuestra capacidad por asignar palabras a las sensaciones que nos proporcionan las moléculas parece interminable. Sin embargo, las ciencias (también las culinarias) no dejan de sorprender nuestros sentidos con nuevas moléculas.  ¿Seremos capaces de seguir nombrándolas?

¡No le quepa duda! El rango de términos que se emplean en la enología para describir sensaciones es muy amplio. La primera vez que compartí mesa con expertos enólogos hace ya veinte años en Burdeos, le confieso que no entendía nada de lo que decían. Afortunadamente, tuvieron la paciencia y amabilidad de convertir aquella reunión en una clase de cata. Ellos sabían a grandes rasgos los compuestos relacionados con los términos, pero discutían mucho.

Como científico, yo sabía que la mayoría de los compuestos que conforman los caldos ya estrían inventariados. Uno de los retos mas fascinantes será el de establecer la conexión entre los compuestos, o mezclas concretas de ellos, con las sensaciones ya descritas. Creo que cada vez se irá afinando más.

Los enólogos, como los cocineros, ¿necesitan nuevas palabras o un nuevo vocabulario?

Los cocineros han adquirido un nuevo vocabulario, porque están incorporando nuevas técnicas y conceptos a su arte. Estas técnicas y palabras no son nuevas per se. Son nuevas para los cocineros.

Procesos como la liofilización o el uso del nitrógeno líquido han sido empleados durante décadas en tecnología de alimentos, y sus bases científicas son del siglo XVIII. Espero que los cocineros no se me alboroten por decir esto, pero es así.

Los enólogos han estado mas cerca de la tecnología y el conocimiento sobre los procesos químicos y biológicos que tienen lugar en las fermentaciones. Sin embargo, a medida que se vaya innovando, tendrán que introducir nuevos nombres a las nuevas técnicas y procesos. Pero no creo que tenga lugar un fenómeno como el que hemos observado en la gastronomía.