En el curso de la evolución, las especies han modificado sus aptitudes hacia la percepción, exaltando o atrofiando genes que afectan a los cinco sentidos. La especie humana, por su parte, se ha ido distanciando del resto del mundo animal hasta convertir los sentidos y la percepción en un mecanismo para alcanzar el placer, interviniendo en el entorno para su consecución, con una creatividad impresionante que, empezando por los símbolos y la palabra, ha derivado hasta el actual desarrollo tecnológico.

El anhelo de la especia humana ha sido, desde siempre, alcanzar la felicidad y aunque nos hayan enseñado que ésta no es alcanzable en este mundo, no dejamos de perseguirla. Con esta voluntad, la humanidad ha dirigido sus mayores esfuerzos en todos los campos de las letras y las ciencias. Así, ha intentado erradicar las enfermedades y el dolor, alcanzar la eterna juventud y exaltar todo aquello que proporciona placer y bienestar. Y esto último a través de los cinco sentidos. Ha desarrollado la pintura con su luz y cromaticidad, la música con su armonía, las fragancias con su sinfonía aromática, la gastronomía y los tejidos con sus sabores y texturas. Los dos primeros objetivos mencionados no se han conseguido, pero en el tercero se han alcanzado ciertas metas en todas las culturas.

 

El vino como paradigma sensorial

Podríamos preguntarnos cuál es la imagen de la felicidad. No es fácil hallar una respuesta universal, pero la que más se parece es la de una persona bien nutrida, sonriente, con los ojos chispeantes de alegría, desinhibida y… con una copa de vino en la mano. Y aquí aparece el simbolismo, el mito, ya que la imagen nos transmite de inmediato el paralelismo entre el vino y la felicidad. Por esta razón, a la hora de hablar de percepción, de sensaciones, me referiré fundamentalmente al vino. Pero no desde el punto de vista químico o alquímico sino con relación a aspectos mucho más sutiles, mágicos, espirituales, que en algún momento me han hecho pensar si la enología no sería el arte de cautivar quintaesencias. Y, aunque un vino sin un mínimo razonable de química sería un caldo inestable, descontrolado e impredecible, y un vino sin alquimia sería poco más que una disolución hidroalcohólica coloreada, carente de encanto, de mensaje espiritual, considero que es preferible, en esta ocasión, hablar de historia y de leyenda, y de lo que la humanidad ha buscado en el vino. En resumen, de la percepción del vino por la sociedad y de cómo lo ha hecho evolucionar para su disfrute en cada momento.

Si todas estas razones no parecen suficientes para justificar el tema, se podrían argumentar algunas más, como por ejemplo que la historia de la civilización es la historia del vino, ya que durante los últimos 11 000 años ha ido acompañando al hombre en su devenir histórico. En nuestro caso particular, los españoles pertenecemos a la cultura del vino por doble motivo. Como civilización que tiene la Biblia como libro sagrado y como herederos del mundo clásico griego y romano, que hace que el vino, junto con el libro y el perro, sea uno de los más fundamentales amigos del hombre.

El vino posibilita enormemente el encuentro y la conversación en ambientes muy distintos y entre personas de formación muy diversa. Ha sido el motor de la percepción sensorial como producto que, a través de milenios, ha ido evolucionando, cambiando su composición cuantitativa y yendo por delante de un mercado que siempre se ha rendido ante sus atributos y efectos.

 

La Edad Antigua

La actividad humana repetitiva en el transcurso de los años, se convierte en tradición. I de las tradiciones surgen los ritos y los mitos que se transmiten de generación en generación. Por otra parte, esta misma actividad, a través de la observación y experimentación, da lugar a descubrimientos, inventos y a una forma de enfocar los problemas y la vida misma que constituye el pensamiento racional. En resumen, un bagaje que se denomina cultura.

El primer hito importante de la historia de la humanidad se puede considerar el momento en que el hombre deja de ser cazador y nómada para transformarse en sedentario. Esto lo logra, en la cuenca Mediterránea, en cuanto entiende el sistema cíclico de las estaciones, dispone de semillas y conoce el momento de sembrarlas; aprende a domesticar animales y a fabricar y utilizar productos que hoy llamaríamos manufacturados. Es decir, en el momento en que se convierte en agricultor, ganadero y artesano. Esto ocurrió en el período neolítico, de una duración de unos cinco mil años (9000 –
4000 aC), durante los cuales, de forma lenta e ininterrumpida, el hombre fue constituyendo las diferentes culturas y civilizaciones, como la babilónica o la egipcia, en las que aparecen y se consolidan los alimentos y bebidas fermentados, como el pan, el vino y la cerveza, si bien su popularización no se consiguió hasta el Eneolítico.

Conocer la historia de un producto, sus avatares y consecuencias, es imprescindible para obtener una visión completa de lo que significa para la humanidad, incluyendo, por supuesto, su percepción sensorial. En el caso del vino, sabemos que la Edad del Bronce, fuente de buena parte de los mitos y leyendas que todavía hoy perduran, no ha dejado testimonio escrito de los orígenes del vino. Por tanto, para conocer su historia se debe recurrir a lo que se sabe de los creadores míticos de cada religión. Es curioso observar que todas las religiones atribuyen la invención del vino a un personaje concreto, a un ser taumatúrgico que ofrece a los hombres un bien patrimonio exclusivo de los dioses. Así hizo Osiris en la civilización egipcia, a Noé en la judía y Teseo/Dionisio en la griega.

Los egipcios no sólo atribuyeron a Osiris esta invención, sino que consideraron que el vino era uno de los principios de la vida, símbolo del espíritu que muere, como este dios, al ponerse el sol, con la llegada de la noche, para renacer con la aurora y el nuevo día.

Aparece aquí un dualismo muy interesante, el de la vida y la muerte, la luz y la oscuridad. Puede encontrarse una similitud, un paralelismo, con el proceso de elaboración del vino y la vida. En la fermentación del mosto de la uva (que normalmente se llevaba a cabo en el sótano, en las bodegas, de las casas) se desprende dióxido de carbono, que es un gas más denso que el aire y que, por tanto, lo desplaza, dejando una atmósfera irrespirable por la falta de oxígeno. Esta atmósfera hace que se apague la llama de una vela, hecho que aprovechaban los antiguos bodegueros para saber si el proceso fermentativo había finalizado y el sótano había recuperado su atmósfera respirable. Cuando el mosto ya está transformado, la llama brilla y es posible la vida: En contraposición, cuando el mosto está en fermentación, la llama se apaga y es imposible respirar.

 

Los orígenes

El origen del vino, en la antigua Persia, se atribuye a una dama de la corte del rey Jamsheed, la cual, al sufrir un ataque de migraña inaguantable, decidió poner fin a su vida bebiendo un “venenoso” zumo de uva fermentado. El resultado no fue el esperado. No sólo no murió, sino que desapareció su dolor de cabeza, dejándole una agradable sensación en la boca y un bienestar en el cuerpo.

En la civilización griega se hallan los orígenes de la nuestra. Al ser su clima muy apropiado para el cultivo de la vid, se pudo desarrollar ampliamente la viticultura y la enología. En realidad, los griegos no inventaron el vino, sino que hicieron algo mejor: lo hicieron inmortal, al atribuirle Dionisio como dios protector.

La historia de Dionisio es fascinante, desde su nacimiento hasta que descubrió la vid, el mosto y el vino, para finalmente ascender a dios supremo. Toda su vida es un cúmulo de situaciones extrañas, como su infancia en forma de cabrito y su curación por las ninfas, su locura y la compañía de ménades y bacantes que ejecutaban danzas salvajes armadas con tirsos floridos, su viaje a la India, su curación en manos de la diosa Rea y su boda con Ariadna, que había sido abandonada por Teseo en Naxos y que influyó en él hasta hacerle cambiar de vida y olvidar la maldad.

En Roma, la vieja divinidad del Liber Pater se asimiló a Dionisio y, por sincretismo, al conocido Baco.

Bacus, de Caravaggio (1596)

En los Libros Sagrados aparecen la vid y el vino, tanto en sentido real de planta y bebida como en sentido simbólico, aplicado a conceptos morales reflejados en la contienda entre el bien y el mal.

El vino fue también muy importante para los judíos. En el Antiguo y Nuevo Testamento las menciones a la vid y al vino se acercan a las 500. Noé es, en este caso, el personaje benéfico descubridor de la fermentación del mosto, pero también el quien sufre las burlas de su embriaguez. Los juicios más contradictorios sobre el vino se pueden hallar en estos textos.

El Libro de los Proverbios asegura que «sabiduría ofrece a los hombres el vino». Enseñanzas similares se deducen de la parábola de los vendimiadores o del milagro de las bodas de Canáan.

Detalle de las Bodas de Canaán, de Paolo Veronese (1562-63)

El pan y el vino se convertirán en la carne y sangre de Cristo en la Eucaristía. La viña viene a significar el reino de Dios; la vid, el arbusto regenerador; y el racimo, la unidad de los fieles. De la vid brotará la sangre redentora de Cristo para la salvación de la humanidad. Esta filosofía se recoge también en la literatura española. Así, encontramos, por ejemplo, que ya Gonzalo de Berceo escribía «el vino significa a Dios nuestro Señor, el agua significa al pueblo pecador».

Independientemente de estas ideas, los historiadores y la moderna arqueología han estudiado el nacimiento y desarrollo de la viticultura y de la enología desde un punto de vista científico. De sus trabajos conocemos sus orígenes, asentamiento y difusión.

El género Vitis, que engloba todas las variedades domésticas, hizo su aparición en la Era terciaria (Eoceno), período de los grandes mamíferos y anterior a la aparición del hombre en la Tierra. Una hipótesis probable la sitúa en un área primitiva localizada en el hemisferio Boreal, limitada necesariamente entre el Polo y el Ecuador, con las especies resistentes al frío del invierno en su parte norte y con las adaptadas a los inviernos cálidos, en el sur. Los restos encontrados dan fe de que la vid crecía, en aquellos tiempos, en latitudes en las que actualmente es imposible su cultivo, como pueden ser Islandia, Groelandia o Alaska.

El cambio climático que tiene lugar posteriormente (Mioceno) origina un repliegue de las vides hacia el sur y en el curso del mismo período se diferencian los pies de Vitis, el americano y el asiático, que evolucionan por separado para adaptarse a las nuevas condiciones locales. Durante el Plioceno, en una época que se remonta a 12 millones de años atrás, aparecen sucesivamente en Europa vides que se aproximan cada vez más a Vitis vinifera, hasta que al final del período ya aparece esta especie. Al terminar las glaciaciones en Europa, sólo perduran las subespecies correspondientes al clima templado, como la V. vinifera silvestris, refugiadas en la cuenca mediterránea, sur del mar Caspio y Oriente Próximo y Medio.

Estas vides, por cruzamientos, adaptación y selección, se convierten en V. vinifera sativa, la Vitis madre de más del 90 % del viñedo mundial actual. Esta domesticación de la V. vinifera silvestris tuvo lugar entre el Cáucaso y Armenia, en donde todavía hoy pueden encontrarse la diversidad mayor de vides autóctonas (silvestres o salvajes). A través de Anatolia, la viticultura se extendió hacia el Jordán y, unos mil años más tarde, se asentó en el Valle del Nilo. Desde Persia, la viticultura se extendió hacia China e India.

Refugio de Vitis vinifera en la cuenca mediterránea, después del período de las glaciaciones

 

Uno de los restos de vino más antiguos se identificó hace unos 15 años en la comunidad de Hajji Firuz Tepe, en la región norte de las montañas Zagros (Irán). Seis jarras de nueve litros, del 5400 a 5000 aC, contenían depósitos de colores rojizos y amarillentos que, analizados, resultaron ser ricos en ácido tartárico, tartrato de calcio y resinas de terebinto (Pistacia terebinthus), producto que posee propiedades antibacterianas y que se utilizaba como conservante.

Restos de vino más antiguos se han hallado en jarras de barro en el poblado neolítico de Shulaveris Gora, en la actual Georgia. Se han fechado alrededor de 6000 años aC, y el análisis de DNA indica que las vides silvestres de Georgia y Armenia están estrechamente relacionadas con la variedad domesticada de V. vinifera. Esto parece confirmar que fue el Cáucaso fue el lugar desde donde partió la vid domesticada hacia el mundo entero.

Yacimientos con vestigios de vinificaciones

 

A la expansión del viñedo contribuyó decisivamente el comercio del vino. Posiblemente, los mercaderes armenios comenzarían a exportar vino hacia el sur, hacia el país de los sumerios, el actual Irak. Mucho más tarde, los fenicios, que aprendieron a elaborar el vino en Asia, extendieron estos conocimientos a los pueblos mediterráneos con los que comercializaban o en los que instalaban sus factorías.

Las primeras referencias escritas sobre la vid y el vino (en la Épica de Gilgamesh, una versión anterior de la historia de la creación que conocemos bien a través del Génesis) se deben a los sumerios, incluso la primera representación de beber vino. Por ellos se sabe que el vino siempre era rojo (o tinto) y dulce, y que se aromatizaba con especias, resinas de árboles y otros ingredientes. Sin embargo, la primera descripción de la elaboración de vino proviene de Egipto de la tumba de un noble llamado Ptahhotep y también proviene de allí el testimonio más antiguo de la fermentación con la levadura Sacharomyces cerevisiae, ya que se han hallado restos en una jarra de vino de alrededor del año 3150 aC.

Los egipcios elaboraron vino blanco y rosado y, posiblemente, también serían vinos dulces, de acuerdo con su notación, irp (vino) ndm (dulce). En los cierres de los recipientes para el vino pueden encontrarse inscripciones en las que figura siempre el nombre del faraón, la añada y, a veces, también el lugar y la bodega, por lo que se pueden considerar estos vinos los primeros con denominación de origen. Posteriormente, y ya en el nuevo reino, acostumbraba a figurar igualmente el nombre del elaborador.

Relieve encontrado en la tumba de Ptahhotep, en Egipto, en el que se observa al noble degustando vino

Estrabón, el geógrafo e historiador griego que vivió en los comienzos de nuestra era, nos cuenta cómo en Egipto se vendimiaba de una forma especial y se prensaba por el método del torniquete, es decir, envolviendo las uvas en un lienzo que se retorcía.

El vino, tanto en Mesopotamia como en Egipto, era una propiedad y una bebida de reyes, por lo que no se popularizó, y el pueblo llano se tenía que conformar con la cerveza. Además, se servía no tan sólo como producto de disfrute, sino también como medicamento. Este uso del vino recibió un impulso extraordinario en la antigua Grecia. Hipócrates, denominado «padre de la medicina» lo prescribía prácticamente en todas sus recetas. De esta época provienen muchos testimonios escritos sobre la importancia social del vino, de sus características y del proceso de elaboración. Homero cita frecuentemente al vino como parte de los ritos y prácticas habituales de los griegos. Són definitorios el episodio de Ulises y Polifemo en la Odisea, o la actuación de Aquiles, en la Ilíada, cuando, al recibir a los enviados de Agamenón, ordena a Patroclo: «toma una cratera grande, haz una fuerte mezcla y ofrece copas a todos».

El vino no se transportaba tal cual se elaboraba, pues hubiera necesitado mucho espacio en los barcos tan pequeños del siglo VIII aC, sino que se convertía en un líquido licoroso, espeso y negro, que requería ser disuelto en agua en la crateras. El modo habitual de beber el vino de egipcios y griegos era similar al que actualmente tenemos de beber ciertos refrescos: introduciendo un tubo, normalmente doblado, a través del cual se aspira. Así figura en una tumba egipcia del siglo XIV aC y en muchas cerámicas chipriotas.

Kylix, vaso de vino usado en los sympósia

Un momento importante de la vida aristocrática griega era el sympósion (syn, juntos y pinein, beber), que se convirtió en foro de intelectuales a mediados de la cuarta centuria aC. Durante el sympósion se escogía al «simposiarca», una especie de guía que regulaba la forma de beber. En estas reuniones se practicaba un juego llamado kóttabos, que consistía en arrojar sobre un recipiente que hacía de blanco el resto de vino que quedaba en la copa (kylix), a la vez que se nombraba a la persona amada o, simplemente, con la que se deseaba entrar en contacto carnal. Es de suponer que este juego iría in crescendo a medida que avanzaba la fiesta y las copiosas libaciones eliminaban cualquier freno que se opusiese a estas diversiones.

Parece ser que los griegos pusieron especial atención en los aromas de sus vinos, que normalmente se definen como florales. En ciertos pasajes literarios, la descripción es más detallada, y explícitamente se describe el nombre de las notas florales, como violeta o rosa. En las fiestas, habitualmente se añadían al vino agentes aromatizantes para hacerlo más atractivo, como hierbas aromáticas y miel, y a esa bebida se le llamaba kykeon (brebaje griego). Parece ser que esta costumbre la importaron los griegos de los hititas de Anatolia, los cuales hacían algo similar mil años antes.

Un hecho que puede ser significativo es el hallazgo reciente de whiskylactona en restos de vino de una vasija de Monastiraki (Atenas), lo que sugiere el añejamiento del vino en barricas de roble. Esto supone una novedad, ya que hasta el momento, la mayoría de los investigadores achacan a los galos la invención de las barricas. Sin embargo, ya Estrabón escribió que las gentes de las provincias danubianas cargaban en sus carros toneles de madera llenos de vino procedente de Etruria para cambiarlos por esclavos, pieles, sal y ámbar.

El problema mayor de los vinos de aquella época era su escasa conservación. Con gran rapidez se oxidaban, lo que obligó a los griegos a tomar medidas para preservarlos con resinas, fundamentalmente terebinto, pero también cedro, incienso, mirra o pino. La adición de esta última ha sobrevivido hasta la actualidad y ha dado origen a uno de los vinos griegos más conocidos, el retzina.

Los vinos griegos de Ática y su exportación fueron una de las bases de su riqueza, junto con el aceite, y tan importantes en su economía como la plata. Alcanzaron también especial renombre los de Tasos, Quíos, Lesbos o Rodas. En Tasos había leyes para protegerlo que perseguían severamente los fraudes relacionados.

Si el vino fue tan importante en las metrópolis griegas, es lógico pensar que también lo fue en sus colonias, donde los griegos llevaron su civilización y la práctica de la viticultura. Sicilia, el sur de Italia, el sur de Francia y las riberas del mar Negro son testigos de esta influencia.

Si para los griegos el vino fue muy importante, para los romanos lo fue mucho más, ya que lo convirtieron en parte esencial de todos los aspectos de su vida. Le dieron también una gran relevancia económica. Domiciano publicó en el año 91 un decreto que prohibía el cultivo y vinificación fuera de Italia. Fue la primera medida proteccionista que registra la Historia Universal.

Escena cotidiana en un pueblo romano (Ercolano, Italia)

Existe una polémica entre los estudiosos para determinar si el cultivo de la vid se produjo en Italia de forma autóctona o fue importado. Según parece, ambas teorías tienen una base a considerar, pues ya existían vinos italianos en la misma época en que los griegos fundaban sus primeras colonias en el sur de la península itálica. El vino se bebía antes, durante y después de cada comida. Era un signo de civilización y a la cerveza se la despreciaba por ser una bebida bárbara.

Los vinos romanos más famosos se elaboraron en las primeras centurias, antes y después de Cristo. Se establecieron viñedos y bodegas a escala industrial, dirigidos por financieros y trabajados por los esclavos. En Roma, el vino se servía en bares, en tabernae (tiendas de vinos, llamadas también diversorium) o propinae (bares de esclavos). Las vendimias se hacían algo tardías, por lo que los vinos eran bastante dulces. Predominaban los claros, aunque ocasionalmente se mencionan los oscuros como de mejor calidad. Los romanos apreciaban los vinos que podían envejecer y disfrutaban especialmente de los que tenían entre 10 y 25, con un contenido alcohólico alto y bastante oxidados. A menudo, se guardaban para su añejamiento en locales en los que la temperatura era elevada, por lo que podrían compararse con los vinos de Madeira.

Aunque los vinos romanos eran de por sí dulces, a menudo se edulcoraban más por adición de miel a los depósitos de fermentación. Esta bebida se servía, generalmente, con entremeses tales como pescado en salazón y alcachofas rellenas, antes de la comida principal de la tarde.

El público pudiente compraba vinos que se habían especiado con hierbas importadas de lugares lejanos, como azafrán de Cilicia (Turquía), comino de la costa de Malabar (India) y resina de mirra de Arabia. La mirra fue, de hecho, el primer aditivo del vino romano, por sus efectos analgésicos y porque podía mitigar los olores indeseables propios de la oxidación del vino. Los romanos también adicionaban agua salada al vino, costumbre heredada de los griegos, y también tiza para disminuir la acidez.

A los esclavos se les servía «piqueta», una bebida especial que se elaboraba adicionando agua al orujo de las uvas. A los soldados tampoco se les daba buen vino, sino uno muy ácido llamado acetum. Éste se mezclaba con agua para que durase más. A tal mezcla se le llamaba posca. El transporte de los vinos se efectuaba en ánforas de barro selladas. Únicamente a partir del siglo III se difundió el uso de toneles de madera, posiblemente por falta de mano de obra.

El vino también sirvió de inspiración a los poetas. Marcial, el más gracioso de los poetas de la Edad de Plata, escribe sobre innumerables cenas y recuerdos de malicia y diversión. A un tacaño que mezclaba vino de Falerno con otro de calidad muy inferior le escribe: «maltratar a los hombres no es gran cosa, pero es delito tratar mal al Falerno. Tus invitados pudieron quizá morir; un vino tan precioso no, por cierto».

Del mismo modo que Grecia importó las fiestas del vino del antiguo Egipto, los romanos también las asimilaron rápidamente de los griegos y las hicieron suyas, homenajeando al dios Baco. Estas «bacanales» alcanzaron tal carácter orgiástico que hubieron de suprimirse en el año 186 aC.

Le corresponde a Roma el mérito de haber transmitido el cultivo de la vid a muchos de los países europeos. Así, las cepas llegaron hasta Suiza, norte de Francia, Alemania e incluso Inglaterra. La dominación romana en España comenzó en el litoral mediterráneo y en el sur de la península y, poco a poco, las vides se fueron extendiendo a lo largo y ancho de toda la provincia hispana. Los vinos más famosos en aquella época fueron los de Málaga, Cádiz y Tarragona, aunque los de otras regiones no eran desdeñables, según cuenta la historia. A través del valle del Ebro, la vid se instaló en Cariñena y en la Rioja.

En Francia, los antiguos viñedos griegos de Marsella se expandieron de forma considerable, llegando a Languedoc, Burdeos, el valle del Loira y Borgoña. La única parte de Francia donde el viñedo no se estableció durante el Imperio romano fue Alsacia.

 

Viñedos medievales

En los primeros siglos de la Edad Media, caracterizados por grandes migraciones e invasiones, la vid sufrió una fuerte recesión, aunque se siguió manteniendo su cultivo en pequeños reductos monacales y gracias al esfuerzo y constancia de los viticultores.

Dom Pérignon (1638-1715), monje invidente elaborador de la abadía de Hautvillers, sabía por la finura de su gusto crear mezclas de uvas de diferentes pagos que daban a sus vinos una delizadez nunca antes conocida

En la época clásica, esta actividad se practicaba de forma casi exclusiva en las zonas del litoral marítimo y de las riberas fluviales. Es en la Edad Media cuando las órdenes religiosas monacales se asentaron en lugares aislados y, a menudo, elevados. Llevaron consigo el cultivo de la vid, cuyo producto, el vino, les era precioso para poder celebrar el sacramento de la Eucaristía. Este cambio en el marco geográfico de los cultivos hizo posible la aparición de nuevas variedades de uva que fueron capaces de resistir climas más extremos que los mediterráneos. Este proceso comenzó en el siglo VI, cuando el Papa Gregorio el Grande dio un gran impulso al desarrollo de las órdenes, principalmente de la Benedictina.

Pocos siglos después, los monasterios fundados en Citeaux, en Cluny, dieron un nuevo impulso a la enología y los monjes se convirtieron en maestros del arte. Dominaron el consumo de oxígeno, los trasiegos, y pusieron las bases de la moderna enología. Posiblemente, el más famoso «vino de monjes» fuese el de Dom Perignon, quien comenzó la historia de los vinos de Champagne a finales del siglo XVII.

En estos primeros tiempos medievales, el vino perdió su carácter festivo, quedando su papel reducido al del símbolo religioso, hasta tal punto que, por ejemplo, en las Cantigas de Santa María, de Alfonso X El Sabio, hay descritos varios «milagros» relacionados con el vino. Sin embargo, a lo largo de la Edad Media, el vino fue recobrando su prestigio como inspirador del espíritu fortalecedor de la salud y lúdico, como demuestra el retorno de los pintores a los temas mitológicos que se dio en el Renacimiento.

En la Baja Edad Media nacieron los viñedos de Rin, Borgoña y Piamonte, muchos de ellos ligados a la ruta jacobea. En España, y con este motivo, surgieron los viñedos de Lugo, Burgos, Rioja y Navarra. San Isidoro de Sevilla, en su Etimologías estudió el origen latino de 23 variedades de vid españolas, lo que da una idea de la importancia que tenía la viticultura en nuestro país. Para los señores feudales, el vino constituía una de las más preciadas pertenencias y las cavas donde se criaban merecían una consideración casi sagrada. La dureza de las leyes que protegían los vinos del robo y del pillaje dan idea del valor que se les otorgaba. Se tiene noticia de que el emperador Federico II Barbarroja promulgó una ley por la que los taberneros que aguaran el vino serían azotados, y se les llegaría a cortar una mano si reincidían en su delito.

En la España cristiana perduraron los antiguos viñedos, nacidos de la época romana, y se vieron acompañados por otros, situados en mayoritariamente a lo largo de la ruta jacobea. En este tiempo, los vinos gallegos alcanzaron gran fama y difusión, siendo conocidos en Europa gracias al testimonio de los peregrinos que regresaban a sus hogares después de adorar a Santiago de Compostela. De todas formas, se tienen noticias vinícolas de todas las regiones españolas, y así en el siglo XII en Girona se escribía el primer tratado enológico catalán, en el siglo XIV se escribió el tratado sobre vino más importante de la época, De vinis et aquis medicinalibus. En este mismo siglo, los ingleses ya importaban los vinos generosos de Andalucía. Al cabo de unos lustros, cuando los judíos son expulsados de España por los Reyes Católicos, el comercio pasó a manos de los negociantes extranjeros de origen sajón. Comerciantes ingleses se instalaron en Jerez y Málaga, que a partir de aquel momento incrementaron la calidad de sus vinos, calidad que todavía perdura.

¿Cómo eran los vinos medievales? Tenían una graduación baja, que oscilaba entre los 8 y los 9 grados. Se conservaban poco tiempo, dado que las técnicas de vinificación eran muy rudimentarias. En los primeros meses, su sabor era muy dulce, para convertirse después en ácido, con tendencia a avinagrarse con el paso de los días. Por este motivo, debían consumirse en el primer invierno. Al llegar la primavera, cuando ya comenzaban a estropearse, se les añadían productos que ayudaban a su conservación, pero que alteraban su sabor, como el aguardiente.

La calidad de estos vinos no era muy buena, ya que el cierre hermético por el corcho, olvidado desde la época de los romanos, no se recuperó hasta el siglo XVI. Podemos imaginar que tendrían notas azufradas, si se tiene en cuenta que la ley alemana del vino de 1487 permitía la adición de 16,2 g de azufre por 860 L de vino.

Las invasiones de teutones, visigodos, vándalos y hunos destruyeron una buena parte de la viticultura romana, pero no interrumpieron el comercio del vino. Sin embargo, la expansión del Islam, que casi consiguió convertir el Mediterráneo en un mar árabe, terminó con esta actividad. Pero no todos los árabes siguieron estrictamente las enseñanzas del Corán. En Zaragoza, Al-Rusafi alabará el vino helado y en Al-Andalus los musulmanes elaboraron el zebibi, un vino de pasas, y pusieron en práctica la operación del soleo para provocar el endulzamiento del vino.

En los albores del período escolástico (siglo XII) se descubre en Italia el procedimiento para la obtención de alcohol por destilación del vino. Es el descubrimiento tecnológico más importante de la época, que abriría nuevas perspectivas en medicina, farmacia y alquimia, además de la posibilidad de obtener licores a partir de macerados alcohólicos de hierbas y plantas aromáticas.

 

Los vinos de los siglos XVI-XIX

En el siglo XVI dominaban los vinos blancos, poco ácidos y de alta graduación. Procedían de zonas muy regadas o de una altitud media. Los procesos de elaboración distaban todavía mucho de los actuales, por lo que eran vinos que se estropeaban con facilidad. En el siguiente siglo se descubrieron nuevos procesos de vinificación y se comenzaron a tratar las uvas negras como si fueran blancas, con lo que nacieron los vinos rosados.

En Europa, la viticultura cobraba cada día mayor interés, especialmente en Francia. Los vinos españoles eran apreciados en el extranjero, como prueban las exportaciones de La Rioja a los Países Bajos y la fama que adquirieron los vinos del Campo de Borja y de Alicante.

¿Y qué pasaba en el resto del mundo? La explotación enológica comenzó en el siglo XVI en Chile, en el XVII en Sudáfrica, en el XVIII en Norte América y en el XIX en Australia.

 

Del siglo XIX a la actualidad

El siglo XIX nace con una concepción nueva de la ciencia. Tras la revolución neolítica, no hubo otro cambio en la actividad cultural de la humanidad como el que se consiguió con la revolución científica que llevó a cabo Antoine-Laurent Lavoisier unos años antes. Su tratado elemental de química (1789), con el que destruía la «teoría del flogisto», sentaba las bases de la química moderna y aportaba nuevas ideas que iluminaron otras ramas de la Ciencia.

Con relación a la enología, aparece la figura de Louis Pasteur, que explica la fermentación, proceso cuyas bases habían desesperado siempre a la humanidad. Al esclarecimiento de su naturaleza biológica y sus transformaciones químicas pudieron contribuir, todavía en pleno siglo XIX, las enseñanzas de Friedrich August Kekulé sobre la tetravalencia del carbono; el descubrimiento, en el año 1897, de la naturaleza de los enzimas por Eduard Buchner y el reconocimiento de los llamados coloides como la base física de la vida.

El siglo XIX es un siglo pródigo en transformaciones, no sólo científicas, sino también técnicas, políticas y administrativas. Es el siglo de las exposiciones de vinos; de la introducción de las válvulas de cierre de los depósitos de fermentación para evitar la entrada de aire; de la popularización de los sistemas de «soleras» y «criaderas» frente al de las «añadas»; de la desamortización de Mendizábal y Madoz; del ferrocarril, el oídio y la filoxera.

Si el siglo XIX es el siglo en que se esclareció el fenómeno de la fermentación, el XX es el de la consolidación y renovación del viñedo, de la irrupción de la tecnología y la biotecnología en las bodegas, del desarrollo de la ciencia sensorial, de la aplicación del análisis instrumental a la elucidación de la composición del vino y del descubrimiento de las proteínas receptoras y de parte del mecanismo de la transducción.

La ciencia y la expresión de lo útil –la tecnología– han sido inseparables en el desarrollo social, aunque no hayan caminado en paralelo. El hombre es un ser cultural y la biotecnología fue ya, en verdad, un fenómeno desde la Edad de Piedra. Por eso, el «néctar de los dioses» sería el primer producto biotecnológico de la humanidad y, desde entonces, en cada época, el vino se ha elaborado aplicando los conocimientos científicos y técnicos del momento.

También, desde sus inicios, la elaboración del vino y su evolución se han seguido por cata, ya que este ejercicio fue, y sigue siendo, imprescindible a la hora de establecer la calidad. Por consiguiente la evaluación sensorial y el vino han ido siempre de la mano, aunque lo que actualmente conocemos como análisis sensorial comenzó en los años cuarenta del siglo pasado. Hasta esa época, las empresas dedicadas a la elaboración de alimentos contaban con un único experto que fijaba los estándares de calidad. Con el crecimiento de la economía, de la competencia y la evolución de los alimentos fermentados y procesados, se hizo prácticamente imposible mantener a un sólo experto, incapaz de dar abasto para conocer los productos de la competencia. Pronto se vio que la opinión de un grupo era mucho más fiable que la de una persona.

En esa misma década, el gobierno de Estados Unidos se enfrentó al reto de alimentar a su ejercito, que luchaba en Europa y en el Pacífico, y de hacerlo con una comida que, además de nutritiva fuese agradable y aceptada por la tropa. Para solventarlo se desarrollaron escalas hedónicas y las pruebas conocidas como scoring y rank order, que rápidamente se popularizaron a través de la universidad, la industria y por el comité E18 de la Asociación Americana de Ensayos y Materiales.

Estos sistemas persiguen aumentar la calidad de la información derivada en un grupo de expertos, creando diversas fichas de calificación, o scorecards, con terminología única y valores numéricos, que permiten someter los datos a un proceso científico estandarizado. De aquella época son la escala de 100 puntos para la manteca, la de 10 puntos para el aceite y la de 20 puntos para el vino. Sorprende el hecho que alguna de estas escalas se mantiene aún en la actualidad.

Estas escalas se aplicaron, en algún momento sin corrección, a la evaluación de la aceptabilidad de los productos por los consumidores. Esto fue un fracaso rotundo y originó numerosos problemas que se solventaron creando los ensayos hedónicos apropiados para cada momento, ya que la industria fue consciente de que no sólo cambia la tecnología sino también los consumidores.

Superada la crisis energética y el aumento del coste de las materias primas de los años sesenta y setenta del siglo pasado, el análisis sensorial se asienta definitivamente con figuras como Rose Marie Pangborn y la impartición de cursos de dicha disciplina en numerosas universidades. Con relación al vino y a la evaluación de sus aromas, hay que destacar la figura de Ann Noble, quien creó una «rueda de aromas» que rápidamente fue aceptada y copiada para evaluar otras propiedades del vino y otros alimentos.

La revolución del estudio de la composición del vino y su relación con la percepción tiene lugar con el desarrollo del análisis instrumental, fundamentalmente la cromatografía (en fase gaseosa
–GC– para el estudio de los compuestos volátiles y en fase líquida –LC– para los no volátiles) y la espectrometría de masas.

Previamente a la cromatografía en fase gaseosa, los científicos que estudiaban la olfación humana fabricaron instrumentos capaces de suministrar a las personas dosis controladas de odorantes que sirvieron para fijar numerosos umbrales de percepción. Pero no fue hasta 1952, cuando los bioquímicos británicos Archer J.P. Martín y Anthony T. James publicaron el primer trabajo sobre cromatografía de gases, que los investigadores relacionados con aromas y fragancias comenzaron a oler los eluidos de la columna cromatográfica para detectar los productos químicos separados por el proceso cromatográfico.

En 1964 se crea, en el seno de la empresa Colgate-Palmolive, un detector de perfumes basado en este mismo procedimiento, y en 1971, los profesores Draunieks y O’Donell del Instituto de Tecnología de Illinois aplicaron sus conocimientos de olfatometría al portal de olfación de un cromatógrafo de gases y desarrollaron un verdadero GC-O, es decir, un olfatómetro dinámico. Desde ese momento hasta la actualidad, y por medio de la olfatometría y el empleo de columnas capilares, se han jerarquizado los aromas de la mayoría de los distintos vinos varietales, lo cual ha supuesto una revolución en este campo, ya que por primera vez se dispone de un catálogo de aromas con su concentración. Esto abre la puerta a la elaboración de vinos con perfiles sensoriales predeterminados, manifestación de la ingeniería sensorial aplicada a la enología.

 

El desencanto de la enología
La identificación de los microorganismos responsables de la fermentación produce un cierto desencanto en la «magia» enológica, puesto que en pocos años el enigma biológico es sustituido por el enigma molecular. Efectivamente, son complejas las transformaciones moleculares que se producen en el vino y las moléculas resultantes, deudoras de un entramado denominado metabolismo, surgen en una variedad tan asombrosa que podrían constituir el paradigma de la biodiversidad molecular. Estas moléculas, ahora ordenadas en complejos sistemas reactivos, son los vectores que estimulan nuestros sentidos mediante receptores moleculares instalados en ellos. El complejo sensorial que forma el universo molecular del vino sigue pareciendo inabarcable pero, por primera vez, resulta comprensible. Si la intervención microbiológica, incluyendo la ingeniería genética, precedió a esa nueva edad de oro en la que ha vivido la enología las últimas décadas del siglo XX, la intervención molecular, planificada para obtener precisos perfiles sensoriales a demanda, es decir, la utilización de técnicas de ingeniería sensorial, parece estar a la vuelta de la esquina científica y, tal vez, a pocas décadas de nuestros sentidos.
La enología constituye, por tanto, un continuo histórico y científico de proporciones milenarias, mediante el cual el ser humano ha aprendido a reflexionar sobre sus propias experiencias sensoriales, haciendo pedagogía y despertando –estimulando– capacidades sensoriales latentes, a la vez que se ha erigido en el reservorio y referente de experiencias sensoriales que, de otro modo, sin esa adecuada piedra de toque, se habrían perdido.
Somos deudores científicos y culturales de la enología. Una tecnología milenaria que ha sido banco de pruebas de la microbiología y la genética, a través de su mejor utensilio, Saccharomyces, y ha hecho, y seguirá haciendo, préstamos impagables a las emergentes ciencias sensoriales.

Queda hoy por determinar las relaciones entre compuestos. Es decir, si bien es cierto que podemos saber si un odorante huele, cómo huele y en qué concentración aromática se halla, ignoramos aún cómo varía su percepción aromática por su interacción con otros odorantes. Este es el reto actual y uno de los aspectos más interesantes de este campo a trabajar en un futuro.

No menos estimulante será conocer la fisiología de los sentidos que intervienen en la percepción de la dotación sensorial del vino: el papel de los receptores olfativos y el mecanismo de transducción, entre otros aspectos. Y será especialmente necesario para que futuros sensores inteligentes sean capaces, no sólo de buscar huellas dactilares electrónicas, sino también de incluir un componente afectivo, emulando los sentidos humanos y su integración. Es decir, incorporando las emociones al aspirar y degustar el aroma de un vino.

Como final de esta historia del vino y su percepción, cabe citar unas frases de Ortega y Gasset en Vagando por el Museo del Prado:
«… Vagando por el Museo del Prado, bajo la tibia luz blanca que se vierte por las vidrieras, me he detenido casualmente ante tres lienzos: uno es La Bacanal de Tiziano; otro, La Bacanal de Poussin; otro, Los Borrachos de Velásquez. Estas tres obras, de tan disidentes artistas, coinciden en el tema, son diversas soluciones estéticas a este problema cósmico que es el vino. Tan verdaderamente cósmico, que nuestra época no ha podido pasar junto a él sin darle su atención y resolverlo a su manera. Antes, mucho antes de que el vino fuera un problema administrativo, fue el vino un dios.»

 

El futuro de la enología de la mano de las ciencias sensoriales

Una vez finalizado el puzzle composicional del vino e identificados sus compuestos con sus aromas, el paso siguiente es, inevitablemente, modificar los procesos «a la carta». Por ejemplo, intervenir en la fermentación para que las levaduras sigan siendo capaces de revelar más aromas o de ejecutar reacciones y procesos que somos ahora incapaces de conseguir. Esto es, evidentemente, si se permite su modificación genética y su aplicación a la industria enológica. Y, no menos importante, es preciso pasar por una racionalización de la ciencia sensorial. Se debe superar el abismo existente entre las neurociencias y las aplicaciones de las ciencias sensoriales en la industria de la alimentación. Trabajar sobre la disparidad de criterios en escalas, tratamiento de datos, lenguaje, descriptores… Este ha de ser, inevitablemente, el camino futuro que emprenderán en común la enología y las florecientes ciencias sensoriales.

 

Agradecimientos

Las imágenes que ilustran este texto han sido recopiladas por el Dr. Jan Petka. También son suyos algunos párrafos de este texto.