El propósito del presente monográfico de Acenología dedicado a la bioquímica es remarcar tanto el papel que las biociencias han desempeñado en la configuración de la enología actual como el que tendrán, sin duda alguna, en su desarrollo futuro. Es conveniente, sin embargo, no perder de vista que la relación entre la vitivinicultura y la bioquímica no es simple ni lineal, al igual que no lo es entre la agricultura y la ciencia en general.

De hecho, la agricultura ha sido caballo de batalla en la interpretación del modo de vivir y de pensar de la humanidad. Desde la cultura cazadora recolectora del paleolítico (para algunos arqueólogos respetuosa, para otros manipuladora de la naturaleza) a la revolución verde del siglo XX (nefasta o salvadora de la humanidad, según el bando), cada revolución social ha gestado su propia revolución agrícola, contribuyendo con ello a dramatizar más, si cabe, el cambio.

Trofim Demisovich Lysenko (1898-1986) fue la cara visible de la última gran revolución agrícola de la humanidad, consecuencia de la revolución socialista de la mitad del siglo pasado.

Lysenko creía insoportable el (supuesto) trasfondo burgués reaccionario de las teorías científicas entonces en alza, como la biología y la genética y, de manera especial, el darwinismo, de forma que se erigió en guardián de las esencias agrícolas y revolucionarias. Empezó a aplicar algunas técnicas peculiares como abonar sin fertilizantes y enfriar (vernalizar lo denominaba) las semillas. A pesar de que predicaba que la práctica (agrícola) estaba por encima de la teoría (científica), no resistió la tentación de dar cuerpo a sus ideas, para lo cual encontró proverbial inspiración y colaboración en las teorías del filósofo Isaak Prezent, que apenas sabía nada de agricultura pero ayudó a Lysenko en la construcción del darwinismo creativo que ha pasado a la posteridad como lysenkismo, una pseudociencia implantada mediante un aparato de propaganda colosal que silenció todas las voces discrepantes.

Tras décadas de resultados no contrastables en granjas experimentales (y de 40 millones de muertos por la hambruna que generó la aplicación acrítica que del lysenkismo hizo el régimen de Mao Zedong en China), las aguas volvieron a su cauce de normalidad. En la Unión Soviética se abrieron de nuevo los laboratorios de biología y genética, y los científicos volvieron a trabajar para el progreso de la humanidad y su calidad de vida, luchando contra el monumental retraso que el lysenkismo infligió a las biociencias en los países del Este. Una lucha que aún sigue, con la modestia y el rigor que impone el método científico, en el que solo se aceptan los resultados repetibles y contrastables.

La historia nos previene, por tanto, ante la próxima revolución, cuando algún iluminado vuelva a querer plasmar sus ideas políticas mediante prácticas agrícolas inverosímiles y justificar sus excentricidades encomendándose a algún filósofo de segunda línea para proclamar una nueva teoría con la que salvar a la humanidad de la degradación y la decadencia reinantes en la sociedad y la agricultura.

Es nuestra responsabilidad trabajar para que semejantes episodios, tan perjudiciales para el progreso, nunca vuelvan a repetirse. Y no nos cansaremos de llamar la atención sobre la importancia de la ciencia en el desarrollo de la agricultura, y de la vitivinicultura en concreto, divulgando todo cuanto el conocimiento ha aportado y puede aportar a la enología. Hay que evitar a toda costa la tentación de dejarnos arrastrar por prácticas milagrosas impulsadas por campañas propagandísticas que nos prometen la redención a cambio de la sumisión intelectual.