El progreso de la vitivinicultura es deudor de la ciencia. No más, pero tampoco menos que cualquier otra tecnología de producción del siglo XXI. Cuando hablamos de edafología, de cepas, de clones, de levaduras, de maloláctica, de estabilización, de oxidación, de taninos, de antocianos, de metabolismo, incluso de refrigeración, usamos términos y conceptos de procedencia científica, ahora habituales en el proceso de elaboración del vino.

Como cualquier otra tecnología de producción, si se desconecta de la ciencia perderá capacidad evolutiva y contraerá riesgos que acabarán perjudicándola a corto y medio plazo.

El mundo del vino no puede permitirse, no ya dar la espalda, sino ni tan solo mirar de reojo los avances científicos y sustituir los paradigmas de la ciencia por otros que se sustenten en apriorismos y prejuicios originados finalmente en la ignorancia. El sector del vino elabora un producto de alto valor cultural y por esa razón necesita clientes, no creyentes.

El vino requiere enólogos llenos de talento y curiosidad, capaces de interpretar y aplicar las innovaciones surgidas en los diferentes ámbitos del conocimiento científico, no predicadores que apliquen reglas conventuales no contrastables, escritas desde la iluminación intelectual.

Hay que evitar con la máxima energía que las pseudociencias, con su inherente falta de rigor y capacidad autocrítica, tan de moda en estos últimos años, arraiguen en las formas y el fondo de la enología.

La competitividad, el prestigio y la seguridad alimentaria del vino pueden acabar gravemente comprometidas.