La llamada “ley del péndulo” a la que son tan aficionados políticos y economistas, y que predice que las preferencias entre una opción y su contraria se suceden de una forma casi previsible, parece que también tiene su aplicación en enología.

En los últimos años en el mundo del vino ha surgido un discurso que ha evolucionado desde una cierta radicalidad ecológica hacia la pura ritualidad apotropaica, más propia de la superstición que de la enología. La singularidad de esa evolución es que no se ha producido en la quietud de las viñas o las bodegas, sino en la agitación de los medios de comunicación.

La aparición de un supuesto purismo, una de cuyas primeras consecuencias ha sido ignorar al enólogo como hacedor de vinos, ha continuado su desplazamiento hacia el extremo con la presentación de los “vinos naturales”. Parecía como si su marcha no tuviese fin, olvidando que la mayoría de las acciones humanas son más parecidas a un movimiento pendular que a una fuga.

La evocación de la “naturalidad” del vino ha desatado las primeras reacciones airadas y provocado la aparición de numerosos artículos (recordemos que estamos librando una batalla mediática, no enológica) con títulos parecidos a “lo natural no existe”, cuando no “lo natural, ¡vaya timo!”. Negar las premisas del adversario es la primera acción en una batalla dialéctica.

Esta vez, de la mano de Mark A. Mattews, profesor de Fisiología vegetal en la Universidad de Davis (California), cuna de la vitivinicultura americana, nos llega un libro cuyo título es toda una declaración de guerra Terroir and Other Myths of Winegrowin. Sin duda, tiene la intención de apuntar al núcleo de la biodinámica, pero es evidente que va a producir una cantidad enorme de víctimas colaterales, escandalizadas en sentido contrario al de los vinos naturales. La reseña que Tom Wark publica del libro en su bloc de referencia y las réplicas y contrarréplicas de los lectores que siguen a la reseña ilustran lo enconado de las posiciones. El propio Wark abandona la neutralidad (si es que alguna vez estuvo en ella) y escribe un post de una cierta contundencia cuyo título contiene varios juegos de palabras imposibles, y en el que enuncia que ciertos vinos naturales (y sus impulsores) “apestan”. Está claro que el péndulo empieza a sentir la irresistible atracción del otro extremo.

Mientras, los más encendidos defensores de los “vinos naturales” y “biodinámicos” siguen menospreciando veladamente el resto de elaboraciones denominándolos vinos “comerciales”. Alguien pensó en los buenos resultados de esa radicalidad y se propuso ir más allá, darle la vuelta, y elaborar vinos “sintéticos” (engineered wines), sustituyendo indisimuladamente la viña y la bodega por un laboratorio al uso y prometiendo para empezar una elaboración impecable inspirada sensorialmente en un Don Perignon 1992. Esta aventura tiene su origen en la bodega Ava Winery de Napa. Las frases comerciales de sus responsables resultan tan vistosas como “podemos convertir agua en vino en 15 minutos”. Y, por supuesto, el anuncio no lo han realizado en las revistas de vinos al uso, sino en The New Scientist y en Smithsonian, entre otros medios científicos, aunque algunas revistas de vinos han empezado a apuntarse a la novedad.

Y es que si los naturalistas suspiran por la arqueología ancestral, los sintéticos proclaman la petroquímica como su credo. Afortunadamente, nadie entre ellos reivindica para sí la cualidad de enólogo, un personaje al parecer sin papel en esta representación.

La ley del péndulo nos avisa de que su desplazamiento nos llevará irremediablemente al otro extremo. Y de lo radicalmente “natural” pasaremos a lo radicalmente “sintético”, con el aplauso entusiasta de quienes sucumben a la artificiosidad como sustituto de la cultura, incapaces de reconocer la calidad de un vino, pero dispuestos a dejarse llevar por la moda. La que sea.

Debemos estar preparados y disfrutar de los instantes en que el péndulo pase por el punto de equilibrio e intentar capturar la esencia que nos permita seguir avanzando en el conocimiento enológico, a pesar de los despropósitos pretéritos y futuros. Porque solo es vino si expresa el propósito de un enólogo.