Dicen que el mejor enólogo es aquel que es capaz de controlar con sus conocimientos y su experiencia el mayor número de variables que influyen en la elaboración de un vino. Cierto es que algunos enólogos nos conformamos voluntaria o involuntariamente con hacer un vino que nos guste o simplemente el que resulta. Pero no es menos cierto que hoy por hoy es imposible controlar todos los compuestos que se generan o llegan finalmente a un vino. No por ello quisiera parecer alguien supeditado al destino incontrolado: todos sabemos que no se conocen todos los compuestos de los vinos. Aunque sí conocemos, y mucho, de aquellos que creemos más importantes: los que están en mayor cantidad; los que más influyen en la estabilidad; los que producen «defectos» evidentes; etc. Pensad que, por ejemplo, en cuestión de aromas, se conocen más de 1000 compuestos relacionados y la ciencia nos obsequia cada día con alguno nuevo para nuestra lista de deberes. Y sabemos todos que en cuestión de aromas 2 más 2 no siempre son 4, con lo que cada descubrimiento, por pequeño que sea, no es menos importante.

Las aminas biógenas son parte de estas series de elementos nuevos que todavía no sabemos controlar en un vino; en parte porque han sido descubiertas hace pocos años; porque son temas que se están desarrollando en estos momentos y ya se sabe que desafortunadamente la transmisión entre investigación y empresas no es instantánea; o porque no estamos seguros de hasta qué punto pueden ser nocivas (o no…). El lado positivo de todo ello es que hoy ya podemos tener un cierto control sobre la aparición de aminas, puesto que conocemos en parte los factores que más influyen en su producción. El lado negativo del asunto es que cuando un compuesto es potencialmente nocivo para la salud, el tema se vuelve urgente. O mejor dicho trascendente. Y si algo me parece cada vez más claro en el mundo del vino es que este producto alimentario destinado a producirnos placer no necesita ni quiere urgencias. Eso sí, nuestra profesión de enólogo, como tantas otras relacionadas con los alimentos, requiere una cantidad extra de sensatez, sentido común, responsabilidad, códigos internos (poco importa el nombre que le queramos poner), para hacer que lo que producimos no sea un peligro potencial.

Las aminas biógenas necesitan sus precursores, los microorganismos (o sus enzimas) que los transformen, así como ciertas condiciones en el medio para finalmente estar presentes en el vino, aunque también se han encontrado aminas en la uva y el mosto. Al parecer, ciertas condiciones de elaboración «modernas» (¿modernas?) provocan que la probabilidad de tener más aminas biógenas sea más grande hoy que hace unos años. A lo mejor deberíamos preguntarnos si alguien ha tenido la oportunidad de observar qué pasó o qué hay en los grandes vinos de añadas muy antiguas elaborados como estos actuales y «modernos». Una incógnita.

Hay pues quien culpa al mercado, al menos en parte, por las aminas biógenas. Al parecer el mercado demanda más vinos con esta forma de «modernidad»; vinos especiales en aquellos aspectos que favorecen el riesgo de encontrar más aminas de lo que sería de esperar: muy concentrados y potentes fruto de largas maceraciones y envejecimientos en barrica después de malolácticas poco controladas. Personalmente creo que es demasiado simplista decir que el mercado es el responsable de que haya más aminas biógenas; lo fácil siempre es echar las culpas a otros. Y más todavía si pensamos que cada vez más los vinos que compra mayoritariamente el mercado (la demanda real) se producen controlando mucho la mayor parte de estas variables. Lo saben muy bien las grandes empresas que tienen millones de botellas de la misma marca en todos los mercados y que no suelen dejar mucho al capricho del destino. Otra cosa es que sí haya, que lo hay, un segmento del mercado mucho más pequeño que se fija en vinos de alta expresión, concentrados, de elaboraciones más o menos extremas o arriesgadas, etc. Más allá de la polémica de los nombres, todos sabemos a qué clase de vinos me refiero como también sabemos que intentar hacer el mismo vino que otros «famosos» elaboran en otro sitio no garantiza un resultado idéntico ni es garantía de originalidad de nuestro producto. A modo de recordatorio, la lista de factores que lo impiden empezaría con: variedades, clones, madurez, climas, microclimas, maneras de trabajar, variaciones de temperatura, maderas distintas y un larguísimo etcétera por no citar aquellos factores más imprecisos y difíciles de definir.

Volviendo a los vinos que se hacían hace décadas con estos mismos métodos, mi hipótesis es que no tenían al final más aminas biógenas de lo «normal». Hace tan sólo cien años su ciencia se basaba en el empirismo puro, pero ello era suficiente para mostrarles que suelos poco apropiados, malas exposiciones, rendimientos altos, determinadas variedades y madureces incompletas no eran buenas para vinos de larga maceración. Por todo ello creo que no habría que demonizar los procesos enológicos, ya que, en realidad, son meras herramientas para llegar al producto final. El peligro no son las herramientas sino su uso por ignorancia o atrevimiento. Muchas veces no es el mercado el que nos mueve a hacer tal o cual cosa, sino el afán por «copiar» lo que hacen otros, a la vez que buscamos el pequeño toque original que nos distinga delante de tal crítico, periodista o vendedor. Quizás esta preocupación es más influyente que el propio mercado sobre los métodos en cuestión. Por mi parte, estoy convencido de que intentar extraer y luego elaborar lo mejor de un viñedo concreto puede tener tanta o más originalidad que recurrir a esos tentadores estilos «modernos» que algunos preconizan en otras partes. Lo que pasa es que trabajar con tanta precisión nuestro viñedo implica un enorme conocimiento y también un gran esfuerzo y sacrificio continuos. Y por el contrario, nuestro entorno nos exige resultados a corto plazo. Lo decía antes: la uva y el vino no entienden las prisas.

La enología y su entorno, que no es poco, están cambiando en las últimas décadas a pasos agigantados. Al entorno hay que darle el mérito de habernos ayudado a poner el vino en el pedestal en el que lo tenemos hoy, pero también podemos imputarle el hecho que le haga correr más de lo que sería prudente. En cualquier caso, los enólogos debemos adaptarnos a todo ello por muy mal que nos sepa y por mucha comodidad que perdamos. La enología de hoy no es para los que se sientan a esperar los resultados, sino para los que van a su encuentro. Parece una carrera descontrolada y ciertamente lo es, al menos en parte.

Volviendo a la presencia de aminas biógenas, los enólogos tenemos esa responsabilidad, e investigadores, legisladores o comercializadores nos tienen que ayudar: ello no significa dirigir, a pesar de que cuando se trata de temas relacionados con la salud –en los que las barreras legales y comerciales se intuyen– los enólogos acabamos siempre dirigidos. Y entonces nos viene a la cabeza esa sensación de prisa y ansiedad que no nos permite ver con claridad: el futuro era ayer. ¿Serán los organismos genéticamente modificados la solución, ética para algunos y técnica para otros, el día de mañana?