La fermentación alcohólica es cosa de tres. El sustrato a fermentar, el agente fermentante y el cooperador que los pone en contacto. Si nos referimos a la fermentación en enología,  hay una corriente impetuosa que aboga por la primacía del sustrato, ignora el agente y desprecia, e incluso niega, el cooperador. Nada más lejos de la realidad.

La viña, quién puede dudarlo, es el escenario en el que se representa el drama que forjará la personalidad del vino futuro.

La viña es tierra, una fase mineral con una ingente presencia de compuestos orgánicos y seres vivos, todos ellos actores en el proceso. La viña también es aire, que por etéreo no es menos decisivo en el resultado. Sobre una matriz inerte, igualmente «mineral», hay una enorme cantidad de seres vivos que viven y desarrollan su acción en el medio aéreo. Y es en ese complejo paisaje dual en el que las cepas dan sus frutos como una interpretación del entorno que las envuelve y condiciona. Las cepas, sin embargo, no son un componente original de ese cuadro. «Alguien» las ha introducido, con el propósito de variar el resultado de la fermentación hasta obtener algo específico.

El agente fermentante está presente en la viña desde el inicio, evoluciona al mismo ritmo que las cepas y el resto de vida que palpita, cooperando, colisionando, estructurando una cadena trófica capaz de hacer las delicias del ecólogo más desapasionado. El resultado, al final, es una mezcla de microorganismos fermentadores genuina e irrepetible.

Convertir esa variable en una constante empobrece de alguna manera la ecuación. Pero una cosa es una variable y otra muy distinta es una incógnita. Al igual que nadie labra un campo y espera a que surjan espontáneamente las cepas adecuadas que han de constituir la viña,  no parece atinado creer que las levaduras requeridas sí aparecen por algún sortilegio. Están ahí porque  «alguien»  las ha transportado y la lucha por la existencia ha realizado su selección hasta configurar una microbiota concreta (proceso  que, por otra parte, las viñas no han tenido que hacer).

La función del cooperador, que mueve tierras, planta cepas, incorpora nutrientes y genera, no lo olvidemos, el sustrato a partir de la uva (porque no se convierte espontáneamente en mosto), ejerce también de mensajero transportando todo tipo de microorganismos en cada visita a la viña, una de sus funciones más cruciales y menos reconocida.

Nada más lejos de la espontaneidad que la fermentación vínica. Porque no es la espontaneidad lo que construye la personalidad de un vino, sino la inagotable curiosidad humana que de tanto observar el proceso de transformación acaba convirtiéndolo en una simulación de sí mismo.

No es la espontaneidad lo que construye la personalidad de un vino, sino la inagotable curiosidad humana que de tanto observar el proceso de transformación acaba convirtiéndolo en una simulación de sí mismo.

En ese empeño por descubrir los mínimos detalles de la fermentación, es deber del mensajero, declarado cultivador de ascomicetos, desentrañar la proporción adecuada de levaduras que aportará un punto más de perplejidad que añadir a la de las cepas de orígenes remotos. Esa principalmente ha sido la intención del reciente Congreso de la ACE: proporcionar nuevos retos al enólogo como cooperante y mensajero. Y estimular su curiosidad en descubrir nuevos perfiles al vino.