Consumir vino habitualmente puede proporcionar ciertas ventajas saludables, además del poso de placer que queda tras saborearlo, con toda la información y excitación que aporta a nuestro sistema neurosensorial. Sin embargo, ha surgido un movimiento que atribuye al consumo regular de vino unos efectos insospechados, que empiezan a conocerse como “privilegio” (wine privilege).1 Se trata de ciertas capacidades que desarrolla el consumidor en su rutina, como abrir una botella de vino usando una herramienta complicada que incluye palancas y manivelas, pronunciar correctamente “gewürztraminer” sin problema, agitar el vino en la copa con un gesto casi mecánico sin derramarlo, o identificar sin dificultad las notas olfativas de mango. Quien puede realizar tales cosas, y muchas más, de forma rutinaria disfruta del “privilegio” del vino.

Aunque esta cualidad podría considerarse como una virtud, como un valor positivo, esta corriente ha surgido fruto de cierta incomodidad por parte de un sector de la ciudadanía (en Estados Unidos, que es donde se ha acuñado el término) que considera que tales actitudes de los consumidores privilegiados les intimidan, sobre todo en lugares de consumo público como restaurantes, y que frecuentemente, dicen, los privilegiados hacen ostentación innecesaria de sus facultades. Aduciendo que para beber vino no hace falta más que beberlo y que tanta gesticulación desvirtúa un acto deliciosamente primario y natural como es ingerir un líquido.

Una somera reflexión sobre tal fenómeno nos enfrenta a reconocer lo que se está convirtiendo en una corriente poderosa en la sociedad actual: que la adquisición de cualquier conocimiento o destreza, que no pueda expresarse directamente en las redes sociales, es puesta bajo sospecha.

«… la adquisición de cualquier conocimiento o destreza, que no pueda expresarse directamente en las redes sociales, es puesta bajo sospecha.»

Apenas hay tiempo para asimilar los patrones tradicionales de comportamiento cuando ya surgen nuevas opciones, que se abrazan con entusiasmo como perennes principiantes.2  De ahí la suspicacia hacia quien adquiera una disciplina, aunque sea de forma inconsciente y tácita, que le permita acceder con ventaja a un determinado conocimiento (en nuestro modesto caso, el que proporciona el vino).

Si al consumidor de vino se le llega a afear el haber adquirido una ventaja a base de desarrollar destrezas, es fácil deducir que la asimilación de todo el conocimiento que requiere un enólogo puede llegar a herir la sensibilidad de cuantos sostienen que para elaborar vino no hay más que dejar que las uvas en el lagar sigan su simple destino, sin someterlas a tanto tratamiento “protésico” y “molecular”.

La profesión de enólogo ha experimentado cambios muy significativos en las últimas décadas (aunque no tanto como la de consumidor) y parece que su capacidad para transformar algo supuestamente espontáneo, aleatorio, en un producto cultural ofende a un grupo reducido aunque selecto de amantes del vino.

Para bien o para mal, casi nada, incluido el clima del planeta, escapa a la transformación cultural del ser humano, dispuesto a profundizar hasta destruir para poder crear cuanto le proporcione conocimiento. Elaborar vino, paradigma de producto hipercultural, requiere conocimientos casi insospechados que los planes de estudio de enología intentan abarcar.3 Solo así el vino, elaborado por el enólogo, puede transmitir en toda su potencia información y conocimiento. Y en este punto puede ser útil recordar que el conocimiento y la capacidad de adquirirlo a toda costa es lo que realmente nos hace humanos.

Porque para satisfacer los instintos y las emociones básicas no hace falta vino, privilegio o conocimiento. Ni tan solo se requiere ser homínido.

Notas

1 Tom Wark: http://fermentationwineblog.com/2017/02/check-wine-privilege/
2 Zygmunt Bauman: La modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica, 2002
3 Buena muestra de ello es el artículo que acompaña esta actualización: La formación del enólogo.