Oriol Guevara es ingeniero técnico en industrias agroalimentarias por la Escuela Superior de Agricultura de Barcelona, y tiene estudios de enología y viticultura por la Universidad de California – Davis (EEUU), y Diploma Nacional en enología por la Universidad de Borgoña, en Francia. Ha sido presidente de la Asociación Catalana de Enólogos y director general del Incavi.

 

Una de las primeras cosas que los enólogos aprendemos durante el temario de bacterias lácticas y fermentación maloláctica (FML) es precisamente que la FML no es estrictamente hablando una fermentación. Para nosotros, profesionales con nociones en tantas cosas sin ser especialistas en ninguna de ellas, la bioquímica es –de entre todas ellas– una de las más complejas y más aún cuando se mezcla con la microbiología. Además, en este mundo del vino en el que cada vez más todo está supeditado al análisis sensorial hedonista o analítico de técnicos o de mercados, la gestión de la FML es fundamentalmente un tema empírico, a pesar de estar siempre atentos a las explicaciones teóricas.

De esta manera, me atrevería a decir que la gran mayoría de los enólogos que elaboramos vinos hablamos de la FML desde un punto de vista estrictamente empírico. Hasta el extremo de no darnos cuenta. Por ello cuando hablamos de este tema nos fijamos en las ventajas o los inconvenientes de desencadenar o no la FML en nuestros vinos. Por eso también hablamos siempre de la decisión de llevarla a cabo o no y de la manera de iniciarla y pararla en caso necesario.

En mis conversaciones con enólogos de diferentes zonas y países, constato que siempre hablamos más de este tema que de otros, como podrían ser los compuestos que se forman, recombinan o consumen.

Más allá de la teoría fundamental que dice que, durante la maloláctica, el ácido málico presente se convierte en ácido láctico perdiendo así una función ácida desde donde se desprende CO2 y, por tanto, se modifica la acidez y el pH; más allá de saber que el aumento de la acidez volátil es una consecuencia habitual, los enólogos raramente nos planteamos efectos metabólicos secundarios hoy ya conocidos.

Solo los más curiosos de la bioquímica toman conciencia de lo que un día estudiaron y que les decía que las fermentaciones homofermentativas o heterofermentativas y los metabolitos resultantes son cruciales para la aceptación de los vinos en ciertos mercados. Subproductos potenciales de la FML como el diacetil, el carbamato de etil o la histamina pueden llegar a ser desencadenantes de niveles de aceptación o no de mercados y aduanas.

A menudo nos limitamos a tratar la FML como un proceso que decidimos si es necesario (en tintos sí, quizás en blancos y cavas de nuestras latitudes no…) y que intentamos provocar de una manera natural o bien sembrando, para que se haga lo más rápidamente posible y esperando que el resultado sea también lo mejor posible; y todo ello por motivos económicos o de riesgo y seguridad respecto al vino final embotellado. Nos limitamos a estudiar las condiciones iniciales del vino para saber si la FML es probable o poco probable (grado, pH, acidez, polifenoles…) y pocas veces vamos más allá.

Precisamente como los riesgos están ahí y los tenemos presentes, los más conscientes o aquellos que están y han estado más expuestos a las exigencias y vicisitudes de los mercados se avanzan a los riesgos y emplean técnicas como la siembra con cepas de bacterias conocidas. Estas también son vendidas con argumentos puramente empíricos destinados a calmar las necesidades de que la FML se haga y no por argumentos cualitativos que expliquen qué tipos de vino se acabarán obteniendo.

A diferencia de las levaduras, con un genoma y metabolismo mucho más estudiados y conocidos por ser un mundo no tan complejo, las bacterias lácticas son hoy en día una herramienta que los enólogos utilizamos más para resolver un problema que para avanzarnos en la creación de un producto. Y como además somos profesionales a menudo expuestos a exigencias prioritarias muy pocos técnicas, la consecuencia directa es a menudo un conocimiento limitado del proceso que una amplia mayoría utilizamos, provocamos o toleramos.

Sin embargo, sí que sabemos que la mejora constante de cepas, las investigaciones que leemos de vez en cuando y la implementación que se hace, han cambiado la percepción que los enólogos tenemos de la FML. Antes, hace 20 años, el riesgo de subida de la volátil era una de las principales preocupaciones, hoy sabemos que hasta coinoculando con levaduras no tenemos por qué tener ese problema. No obstante, actualmente nos encontramos que querríamos saber gestionar mejor fases como la parada de la FML en un momento dado o mejorar las garantías que un vino embotellado no hará la FML aunque se minimice el sulfuroso al embotellar, tengamos el pH alto, etc.

Generalmente solemos ver ventajas claras de una FML provocada si conseguimos una buena implantación de las bacterias comerciales, llevamos un buen control analítico de los parámetros clave y conseguimos rapidez de los procesos para conseguir la seguridad deseada.

¿Pero quién no ha llegado alguna vez a la conclusión de que una FML larga da más complejidad al vino? Es nuestra decisión si la FML es o no es necesaria. Algunos sabemos que cada vez más reflexionamos sobre ello para intentar la proactividad hacia la creación de vinos personales en lugar de la reactividad de evitarnos riesgos y problemas.