La pregunta de por qué el Europarlamento, órgano legislativo europeo, ha debatido una iniciativa para señalar como perniciosas las bebidas que contienen alcohol, tiene una difícil respuesta, y seguramente no solo una. Pero hay consideraciones en torno del vino que tal vez pueden facilitar su comprensión.

La vida, nuestra vida, es una actividad de alto riesgo. Principalmente porque imprimimos una creciente aceleración a todas las acciones e inacciones que experimentamos, movidos por una cultura que, como recuerda Ramon Margalef, uno de los padres de la ecología, “parece hecha más para la velocidad que para la felicidad”. Una velocidad que daña gravemente nuestra calidad de vida.

Pero hay, además, un riesgo intrínseco. La vida, nuestra vida, depende de un colosal entramado de reacciones bioquímicas conectadas entre sí y cuyos equilibrios son una de las mayores proezas de esta parte de la galaxia, teniendo en cuenta que se producen en permanente intercambio con el entorno. Miles de agentes físicos y moleculares interactúan con ese mecanismo. Y lo hacen a través de los órganos de los sentidos por los que circulan impulsos, radiaciones, átomos y moléculas que modifican los equilibrios vitales que nos acaban definiendo. Un raudal de moléculas que van dirigiendo nuestra esencia hacia una determinada “manera de ser” en la medida que condicionan nuestra percepción, estabilidad, salud y bienestar.

A cada conjunto de moléculas y agentes corresponde, por tanto, una manera de ser que, si se percibe como beneficiosa, tenderemos a perseguir, es decir, a consumir ese conjunto de agentes bioquímicos.

De entre los miles de moléculas que interactúan con nuestro equilibrio vital, una de ellas, el etanol, genera en su transformación otras moléculas que al acumularse en exceso en el organismo producen efectos perniciosos para nuestra salud. Como también lo hacen muchas otras.

El etanol es parte necesaria de una combinación biomolecular a la que denominamos “vino”, con centenares de moléculas más, capaces de proporcionarnos un enorme bienestar gracias a sus matices gustativos y aromáticos, transportarnos a paisajes sensoriales que nos llenan de instantes de placer, y por los que estamos dispuestos a correr un bajo riesgo razonable a cambio de amplios beneficios sensoriales. La existencia de ese riesgo calculado genera, además, actitudes comunes de moderación en el consumo que tienden a minimizarlo.

El vino proporciona un más que aceptable equilibrio entre el riesgo de toxicidad y el beneficio del placer sensorial que actúa como un antídoto contra la creciente velocidad de nuestras vidas.

Cultivar biomoléculas para conseguir bienestar es parte esencial de la cultura humana. Y ese cultivo tiene profundas  consecuencias colectivas en la economía, el paisaje, el conocimiento y el arte.

Pero no en todas las culturas el etanol viene envuelto en la misma combinación molecular, ni en la misma proporción, por lo que el nivel de riesgo aumenta al incrementarse la cantidad de etanol y difuminarse la opción de bienestar, con el consiguiente peligro del consumo compulsivo para alcanzarlo.

Focalizar en el riesgo e imponer, por vía legislativa, una “desculturización” de cualquier combinación molecular que contenga etanol es una medida culturalmente coercitiva sobre la que los legisladores europeos podrían haber reflexionado. Además, disponemos (disponen) de evidencia estadística de que la eficacia disuasiva de esas imposiciones está más que en entredicho.*

Bien al contrario, en las culturas que no hayan sabido o podido desarrollarlas, deberían promoverse combinaciones moleculares que, como el vino, proporcionan un más que aceptable equilibrio entre el riesgo de toxicidad y el beneficio del placer sensorial que actúa como un antídoto contra la creciente velocidad de nuestras vidas.

El vino está en los orígenes de la cultura europea.** Forma parte del patrimonio sensorial del continente (a pesar de que haya reticencias para reconocerlo), y es un poderoso componente de su agricultura y su paisaje. Con un peso significativo en la economía. El pensamiento europeo, desde antes de Platón, su ciencia, desde antes de Pasteur y el arte, desde antes del escultor de Dionisos, están impregnadas por el vino. Nada de eso desaparecerá a base de iniciativas legislativas.

Eduquemos, culturicemos, sensorialicemos. El objetivo de la sociedad del conocimiento no es promover el consumo digital. Es el progreso cultural, con todos sus elementos. Y en Europa el vino es uno de ellos.

 

Notas:

* Promover el riesgo descarnado produce un enorme atractivo. Y el legislador tiene los datos. Un producto de consumo totalmente estigmatizado (y “desculturalizado”) como el tabaco generó en 2021 ventas por valor de más de 100 000 M$. (https://es.statista.com/estadisticas/536689/facturacion-empresas-lideres-mundiales-en-tabaco/).

** Un ingrediente de “nuestro estilo de vida europeo” imposible de rastrear entre las  responsabilidades del Comisariado del mismo nombre de la Comisión Europea (https://ec.europa.eu/commission/commissioners/2019-2024/schinas_en)